Bembó, el negro más negro de todos los negros, enderezó con gran trabajo su espigado cuerpo, se limpió el sudor de le frente y tosió apoyándose las manos en los costados. No podía continuar trabajando, al agacharse sobre las matas se asfixiaba, además no veía las fresas y ya sus compañeros de cuadrilla le llevaban muchos metros de ventaja. Al verlo de pie se acercó el capataz y dueño de la finca.
-¿Qué te ocurre, muchacho?- le preguntó.
Bembó se tocó el pecho y la frente. –No puedo trabajar. Estoy enfermo- dijo en su titubeante español.
-Lo siento. Vete para el barracón y ahora te mandare a alguien para que te ayude.
Bembó inició la marcha tambaleándose y el capataz llamó a otro de los hombres de la cuadrilla para que lo acompañara. El joven se sentía cada vez peor. El malestar había empezado después del enorme catarro que cogió el invierno anterior. Como en esa estación por el sur no había trabajo, tuvieron que desplazarse hasta la meseta castellana. En León se colocó en una obra y él, acostumbrado a los calores de su África natal, tuvo que trabajar a diez grados bajo cero y esto le resultó fatal,
Al llegar al barracón se acostó en el catre que le correspondía y cayó en un profundo sopor producido por la fiebre, sumido en este letargo le vino a la imaginación el transcurrir de su vida. Había nacido en el lejano Senegal, en un poblado compuesto de seis chozas de paja y barro. Eran unas cuarenta personas y otras tantas vacas. Toda la vida de la aldea transcurría alrededor del ganado. Este los alimentaba, los vestía y su posesión indicaba la categoría social de su dueño.
Bembó se quedó huérfano siendo un niño. A su padre le corneó un toro y su madre murió de fiebres poco después. Las cuatro vacas que había dejado
Un día llegó al poblado un primo de la chica perteneciente a otra aldea, y le habló a Bembó de una tierra donde el había estado y de donde trajo el suficiente dinero ahorrado para comprar media docena de vacas. Esa tierra se llamaba España y estaba a muchas leguas de camino. Bembó se ilusionó con la noticia y desde entonces solo pensó en aquella tierra y como llegar a ella. Mientras cuidaban del ganado lo habló con la chica.
--Me parece que tengo la solución a nuestro problema, Batwa- le dijo- Pero para eso me tengo que marchar muy lejos
-Ten cuidado, que mi primo Letel es muy fantasioso.
-Lo que nos ha contado es verdad. Yo he hablado con otro de los que se fueron con el y dice que hay que trabajar mucho, pero que es posible traer el dinero.
-Y. ¿Cómo vas a llegar hasta alli, si tu no conoces el camino?
-Tengo que ir a la capital y presentarme en una dirección que me a dado. Allí organizan las expediciones.
-Pero. Necesitaras dinero. ¡Si no lo tienes! ¿Cómo vas a pagar a los del barco?
-Mi primo me lo va a dejar y se lo pagare cuando vuelva.
-¿Por qué no te lo deja para comprar las vacas que te exige mi padre de dote?
- ¿Porqué piensa que de esa manera no se lo voy a poder devolver?-
Bembó consiguió llegar a la tierra prometida. Tuvo suerte, no paró de trabajar en los tres años que llevaba en España y consiguió ahorrar algún dinero. Después, cuando enfermó, fue a visitar al curandero de su tribu, que había viajado con ellos, y este, a cambio del dinero ahorrado, le fue dando algunos mejunjes que solo sirvieron para estropearle el estomago.
Al enfermo le fue aumentando el ahogo y la fiebre, comenzó a delirar y entre jadeos llamaba a su adorada compañera:
-Batwa. Mi linda becerrita. Ven. Tengo miedo. Me estoy meciendo en el vacío. Ven mi amor. ¡Ha! ¿Ya estas aquí? Dame la mano y acompáñame mi dulce chotita.
De repente ceso el agónico jadeo y una gran sonrisa se extendió por la cara del joven. Había encontrado la paz. Así, en una luminosa mañana del mayo andaluz y de la mano de su adorada compañera, entró en el cielo de los negros, San Bembó Mártir, el negro más negro de todos los negros.
1 comentario:
Luis,
leyendo tus relatos he vuelto a recuperar la emoción de lo que significa descargar sobre un papel aquello que te ronda por la cabeza; hay una cierta sesación de paz cuando se termina un relato, al menos eso me ocurría a mí. Me gusta como escribes y te pediría que nunca dejes de hacerlo. Eres todo un ejemplo para aquellos que ignoran el valioso significado del tiempo, lo maltratan con horas muertas y lo desperdician. Qué bonito lo que haces. Seguiré leyéndote. Eva Marin.
Publicar un comentario