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Matías, la afición le llegó algo tarde. Su padre trabajaba de albañil en el ayuntamiento del pueblo. Era un buen operario y estaba bien mirado. Cuando se hizo mayor y le costaba cumplir con su trabajo, se produjo la baja del conserje de la plaza de toros y le dieron ese destino.
Esto llevaba consigo el irse a vivir a la plaza, él lo aceptó y allá fueron todos. Eran el matrimonio y al menos seis hijos, entre ellos estaba nuestro amigo Matías que tenia entonces dieciocho años.
En aquella época la plaza de nuestro pueblo estaba en todo su apogeo y todos los domingos había algún festejo taurino. A Matías, de tanto ver torear se le despertó el “gusanillo” y quiso ser torero.
Tanta lata le dieron al empresario de la misma, que metió al aspirante en uno de los espectáculos cómico-taurino que por entonces se daban en todas las plazas. Este consistía en una primera parte a cargo de los enanos toreros o algo similar, y una segunda más seria, donde se le daba la oportunidad a un par de aficionados.
Para darle mas atractivo al festejo el empresario solía alquilar dos coches de caballos, y el día del espectáculo, por la mañana, paseaba a los participantes por todo el pueblo montados en ellos.
Era de ver a los torerillos vestidos de luces a las doce del mediodía en el mes de agosto a pleno sol. El calor, unido al griterío de los chiquillos que iban detrás de los coches, les ponían a reventar. A Matías, que era un individuo alto y fuerte, la ropa de torear le estaba estrecha y parecía encorsetado.
La corrida empezó a las seis de la tarde. Cuando terminó el número cómico dieron suelta al primer becerro de la parte seria. El otro torero lo lidió como pudo, pero la gente no le hizo caso. Estaba todo el mundo expectante, esperando a Matías.
Por fin soltaron a la segunda res y salió Matías al ruedo. Él sólo ya era todo un espectáculo, alto, desgarbado y con aquella apretura de ropa que le hacia sudar como un condenado. No he dicho que tenía un ojo algo extraviado, pero lo tenia, y la emoción del momento aun se lo extravió más.
Además tenía Matías los pies muy grandes y no encontraron zapatillas de torear a su medid y por tanto salió a la plaza con unos zapatos negros del cuarenta y ocho. La chaquetilla estrecha, la taleguilla que no le tapaba las rodillas y las piernas enfundadas en las medias rosas y rematadas por aquellos zapatones que parecían dos cajas de muerto, hicieron que la gente se partiera de risa.
No tenía el chaval la más mínima noción del arte de “Cuchares” y cada vez que se acercaba a la res, ésta lo mandaba por lo alto. Entre el jolgorio del publico, el bicho le dio una paliza de muerte. Menos mal que , al fin llegó la hora de matar al animal.
Cogió Matías la espada y la muleta y se fue hacia el becerro. Haciendo gala de su ignorancia torera le dio una infinidad de pinchazos por doquier; la gente le chillaba azuzándolo y él se enfrentaba con la gente a puro grito. Cuando mayor era el escándalo al maestro de la banda que amenizaba el espectáculo, le dio por tocarle el son de una letrilla, que con música de pasodoble, decía así:
¡¡¡¡¡NO LO MATES, CON TOMATE,
DEJALOOOO, VIVIR EN PAZ!!!
La gente, que conocía la letra y la música, coreaba a la banda y el resultado fue una escandalera monumental. Matías, en el centro del ruedo, amenazaba con el puño al director y a los músicos y a a todo el público guasón..
El presidente, apiadado y avergonzado, dio, a mitad de los compases, por terminado el espectáculo. Con la ayuda de los cabestros metieron a la res para adentro. Y allí, con música torera, pitos y aplausos, se acabó para siempre la carrera taurina de Matías.
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