¿Qué es lo que me falta a mi?
(Reflexiones de un anciano de 83 años que quedó
huerfano de padre 70 años atrás)
Todos habremos visto alguna vez en noticiarios o documentales televisivos a un grupo de niños de Irak, por ejemplo, afanados en atrapar víveres o golosinas de manos de soldados de ocupación de su país. Ellos, los niños, que se supone eran huérfanos a consecuencia de la guerra desencadenada por los mandatarios de esos mismos soldados, no tienen conciencia esta circunstancia y se sienten felices porque van a ver satisfecho se presente y urgente deseo: aplacar su hambre: las causas que dieron lugar a esta situación, si son conocidas por ellos, las tienen aparcadas.
Pero a todo hay quien gane. Y no es que consideremos esto frívolamente como una simple competición deportiva ni mucho menos, sino que se trata de poner de manifiesto diferencias que se pueden darse, y de hecho se dan, para dar a conocer situaciones que nos permitan hacer un juicio certero al expresar nuestras apreciaciones.
El que esto suscribe, y otros muchos como él, no recibían alimentos envasados, con todas las garantías necesarias, incluso sus envases rotulados a propósito para hacer saber su procedencia e intención. No tenían mas remedio, si querían ver satisfecha su necesidad de comer, que avenirse a rebañar de platos donde habían dejado sus babas unos mercenarios fascistas italianos y los restos que hubieron quedado del rancho en su recipiente para volcarlos en el puchero que portaban al efecto.
Estos “Camisas Negras” italianos no eran los causantes de nuestra orfandad. Eran enviados por su gobierno en ayuda al dictador de nuestra guerra civil, declarada para mas “INRI” “Cruzada de Liberación Nacional”, o una mas espectacular declaración de intenciones: “liberarnos de las hordas marxistas” según se decía con mucho énfasis.
No tenían estos huérfanos de republicanos el consuelo de saber que sus padres habían caído en defensa de sus ideales, porque habían sido perseguidos, acorralados y eliminados cual alimañas, Sin procesos, sin cargos, sin posibilidades de defenderse, con alevosía y nocturnidad. No tuvieron los creyentes, que sin duda los habría, y a pesar de tener los verdugos de su parte a la iglesia, asistencia de tipo espiritual tan necesaria para el creyente y hasta para su familia.
Sin embargo estos huérfanos trataban de remediar su mas inmediata y urgente necesidad: su alimentación, su hambre que no el llamado apetito de manjares, sino sus ganas de comer, de masticar, de deglutir, de callar esos elementos químicos que en el estomago exigen materiales con que cumplir su misión de digestivos y llaman sin piedad, con exigencias, desvergonzadamente, porque es asi de agresiva la naturaleza humana.
Pero una vez satisfecha esa imperiosa necesidad y hasta una hora después, transcurría la vida normal de los pequeños y es entonces cuando se presentan de improviso momentos, no de dolor ni de pena, sino de otra índole desconocida. Así:
-“Pues mi padre me ha dicho que no es asi” me replica un niño en una pequeña discusión. Yo me quedo estupefacto. No encuentro respuesta ni argumentos con que responder a este tan contundente.
“-Yo no voy a bañarme con ustedes al canal porque se entera mi padre y…” Otro mazazo para mí.
“-Niño quítate de en medio”
“-No me da la gana”
“_Pues mi cago en tu padre”
Aquí si tengo la repuesta adecuada pero no me da tiempo reaccionar, uno mayor que yo interviene en mi defensa: “¡Niño no le digas eso! ¿No ves que lo tiene muerto?
¿Qué ocurre conmigo? ¿Es que soy más afortunado que otros? Creo que no, que me falta algo. No puedo apoyarme en la opinión de mi padre para discutir lo que sea. Me falta el morbo del riesgo que conlleva la audacia de desafiar la autoridad de mi padre: el castigo consecuente con la comisión de una travesura. No puedo responder “Y yo en el tuyo” porque no me lo mientan y yo quisiera que me lo pudieran mentar como a los demás. “Este niño lo que necesita es un padre que lo ponga derecho”, se dice y no es así. Yo fui un niño bueno, pero triste. Yo echaba de menos a mi padre para poder hacer travesuras y que me diera un sopapo cuando fuese menester, y sufrir un castigo de mi padre. Renuncié a ser travieso porque no tenía un padre que me reprendiera. Con mi padre, repito, yo no hubiera sido un niño bueno y triste como lo he sido.
Esta carencia no me hace feliz, y no es porque considere la causa de mi turbación, que seria lo lógico, sino porque me produce tristeza. Una honda tristeza que supera a todo lo demás y que me ha acompañado y me acompañara siempre. Es algo irremediable e inconsolable. Esto es lo que me han hecho y puedo llamarlo, como se dice ahora, un daño colateral a la condición de orfandad que también me ha sido donada graciosamente, o sea con toda la gratuidad posible.
¿Quién o que es capaz de remediar o consolarme de esto? ¿A que paráclito he de acudir en demanda de consuelo?
Cuando despierta en mi el niño que todos llevamos dentro, a estas altura incluso, me siento melancólico y triste. Es entonces cuando se apodera de mi un sentimiento masoquista, esto es que gozo dentro de mi melancolía y me revuelco en ella y asi cuando algunas veces paseando al atardecer, por la franja de bajamar de
“Umbrío por la pena, casi bruno,
porque la pena tizna cuando estalla,
donde yo me hallo, no se halla
hombre más apenado que ninguno”.